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Francisco Javier Amaya, secretario general de Educación.
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Con seguridad, el resultado final de este texto que ahora escribo distará bastante del que hace semanas imagino en mi cabeza. Es la misma sensación que con frecuencia experimentaba en clase de Literatura cuando la selección de los poemas o de las actividades no cumplía con las expectativas de mis alumnos. Tocaba improvisar, adaptarse, tirar de memoria… y asumir que volvía a imponerse el clásico binomio que da nombre a la obra de Luis Cernuda: la realidad y el deseo. A pesar de que el primero deja, en nuestro día a día, poco espacio al segundo, lo cierto es que, en algunas ocasiones, la distancia entre uno y otro llegó a reducirse tanto que, por un instante —de belleza—, pensaba que la escuela, el aula y, a la postre, la vida y la convivencia humana se habían impregnado de los mejores ideales de los hombres.
En diciembre se cumplirán dos años desde que se aprobara la última de la leyes de educación de nuestro país, la LOMLOE. Desde entonces el sistema educativo se encuentra inmerso en cambios que progresivamente impregnan nuestros centros: se han creado más de dos mil plazas públicas gratuitas para niños de uno y dos años, ha cambiado el enfoque de la evaluación, en la escolarización adquiere más peso aún el lugar de residencia o de trabajo de los progenitores y la Formación Profesional dual se consolida como el modelo de formación óptimo para dar respuesta a las necesidades del mercado y al desarrollo profesional del estudiante. Desde el pasado mes de septiembre, además, el cambio también ha llegado a los currículos y, por ende, de manera más directa, a las materias, a los departamentos y a los docentes.
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El deber de las leyes es plantear ideales regulativos para mejorar instituciones como la escuela —es suficiente con repasar los fines de la LOMLOE— y, sin embargo, ante una nueva oportunidad para la transformación del sistema educativo, constantemente en cambio, vuelve a ponerse de manifiesto la distancia existente entre la realidad del aula y la norma. La nueva terminología, la adaptación de los documentos programáticos, el modo en que asumimos herramientas como si nos fueran impuestas o el escepticismo ante los planteamientos de otra reforma educativa más generan un malestar generalizado al que hemos de añadir la incertidumbre que supone cualquier mudanza en cada uno de nosotros.
En muchas ocasiones, incluso, lo formal, la realidad de papel, impide ver los ideales implícitos de una norma con los que comprometerse; y la atacamos, no por estos, sino, sobre todo, por la frustración que produce haber comprobado que las distintas realidades continúan avanzando de forma paralela sin posibilidad, por tanto, de que confluyan en el aula. Como si, en palabras de Ortega y Gasset, la escuela dependiera mucho más “del aire público en que íntegramente flota que del aire pedagógico artificialmente producido dentro de sus muros. Sólo cuando hay una ecuación entre la presión de uno y otro aire [y cuando una nación es grande] la escuela es buena”.
Se trata, entonces, por continuar con la tesis del filósofo, de hallar la ecuación. Si una y otra realidad comparten el diagnóstico, si en los docentes el compromiso con los ideales implícitos en la norma está fuera de toda dudas, corresponde a las distintas administraciones generar los mecanismos y los cauces para que estos materialicen el cambio desde el único lugar en que puede llevarse a cabo, desde lo concreto. Sólo desde la realidad del aula es posible volver a empezar. Porque cada comienzo es una esperanza, un deseo, una pregunta cuya respuesta nadie sabe.
Antes incluso de la aprobación de la norma, la complejidad de nuestro tiempo, agravada por la pandemia, había obligado a los maestros y profesores a buscar respuestas distintas para un alumnado que poco tiene que ver con el estudiante de los primeros años de la democracia. Más que en ningún otro momento anterior, el docente ha tenido que ofrecer un mapa y una brújula distintos para que cada alumno supere las diferentes barreras: la discapacidad física o psíquica o un entorno social y familiar vulnerables no pueden ser tan determinantes como para que éste no concluya con éxito el sistema educativo. Tampoco pueden ser barreras insalvables la orientación sexual —no supe de la homosexualidad de Lorca hasta que estudié en la universidad—, la identidad de género o la desigualdad entre hombres y mujeres y, sin embargo, en 2021, el porcentaje de alumnas que comenzó a estudiar algún grado universitario de ciencias fue considerablemente inferior al de los hombres, a pesar de que estas constituyen el 55% de los estudiantes universitarios. Sólo el 13,9% de alumnos que estudia Informática son mujeres.
No tenemos otro mundo al que podernos mudar —son palabras de García Márquez— y el cambio es inaplazable. Dicho de otro modo, hemos de ser capaces de que sus habitantes, nuestros alumnos, puedan ser felices en él, de que encuentren, al menos, algunas certezas en el camino. Nos corresponde seguir mejorando la fórmula —la ecuación de Ortega— que acorte la distancia entre las distintas realidades. Más allá de los recursos y de la necesaria formación continua, el cambio exige tiempo y silencio (no voy a ocultaros la tristeza y la perplejidad de estos meses al comprobar cómo el ruido mediático desvirtuaba los ideales implícitos de una norma comunes a todas las sociedades democráticas). Exige, de nuevo, más allá de la tecnología, el ejercicio de una vocación.
* Artículo publicado en el Diario Hoy el día 24 de noviembre.